El pensamiento ilustrado produce una fecunda irrupción del individualismo que se traduce en el inicio de una transformación radical de la habitación y del territorio. Así, la ciudad se convierte en un organismo nuevo, cuyo crecimiento, impulsado por individuos, da lugar a lo que llamamos revolución urbana. Este proceso derivará en la sociedad industrial que genera estructuras colectivistas, malestar urbano y la pérdida de identidad consiguiente que se expresa en utópicas ensoñaciones de paraísos personales.
Planificar viviendas debe ser parecido al planeamiento urbanístico, otorgando a la vivienda el derecho de ser planificada en el tiempo, como lo ha sido la ciudad. Esta posición daría un valor más exacto al juego de palabras propuesto por Le Corbusier al referirse a la ciencia de la casa como Domismo, equiparándola a la ciencia de la ciudad, Urbanismo.
En el siglo XXI, la ciudad no es ya una morada amable, y aún menos es la casa una “ciudad” que asegure los elementos básicos de relación. Se puede afirmar hoy que la ciudad es una estructura inhabitable, y que la casa es una célula insociable, de tal manera que ambas sólo pueden unirse en una disyunción: la casa o la ciudad. Así, la casa, entendida como repetición de residencias unifamiliares, ha creado su propia ciudad, como excrescencia de lo urbano, o de lo que los reformadores del siglo XIX llamaron ciudad-jardín, y que hoy se prefiere calificar de vivienda suburbana como eufemismo de infraurbana o antiurbana.