Formar parte de la generación de arquitectos catalanes de los 80, con claras influencias en el diseño, ¿hace proyectar de forma distinta a la de otros arquitectos españoles? ¿Se acerca esta arquitectura más a Europa?
Yo diría que, más que pertenecer a una generación temporal, pertenecemos a un ámbito territorial con tradición en el ámbito del diseño. Catalunya y, especialmente Barcelona siempre ha tenido una relación intensa con los temas de diseño. Desde los arquitectos del Modernismo tenemos un peso encima del que no nos hemos podido liberar, siempre pensamos la partitura en clave de diseño. Es cierto que mi generación fue pionera en el diseño del espacio público, por lo que se puede decir que esa sí es la de los 80, la que comenzó a proyectar el espacio público no como urbanismo o como plan urbanístico, sino como proyecto urbano dónde el diseño es fundamental.
Barcelona consiguió evolucionar rápidamente gracias a la buena sintonía entre políticos y arquitectos. ¿Sigue la política dejándose asesorar por aquellos que diseñan las ciudades?
Enlazando con lo anterior, los 80 fueron unos años durante los cuales se produjo “el milagro”: la buena sintonía entre los políticos y los arquitectos que planean la ciudad. En esos momentos mágicos que, sea dicho de paso, actualmente, no se dan con tanta fluidez, gobernaban en Barcelona alcaldes que, como Narcís Serra y Pasqual Maragall entendían la ciudad en clave cultural. Es decir, alcaldes que no se contentaron con administrar la realidad de la ciudad, sino que emprendieron su transformación. Ficharon a arquitectos que anteriormente habían demostrado un gran talento, para repensar el nuevo urbanismo de Barcelona. Esto que suena tan evidente, en la Administración Pública no ocurre casi nunca. La buena sintonía debería producirse con más frecuencia. Para avanzar con un proyecto de ciudad, hay que reformular una determinada idea de ciudad. Y esto ocurre cuando políticos, arquitectos y urbanistas piensan un proyecto común.